Nueva repetición sobre el ensayo

UNO

El ensayo, como algunos autores que pernoctan fuera del canon nacional han sostenido, no es un género. En la furiosa especie que llamamos literatura existen géneros y subgéneros; el ensayo, en cambio, a penas es un borrador, una forma de la escritura desordenada o en crisis. Si se me apresura, puedo decir que es una radical intervención tecnológica de la memoria, por esa razón, por su extremo trabajo de superficie a partir de la escritura, es que no puede reflejar mitologías, ni siquiera crear imagologías de larga duración. Por el contrario, el ensayo produce objetos de consumo. De forma abyecta y rápida, pone al autor y al lector en un circuito de consumo, donde la escritura, en este caso la escritura como ensayo, se vuelve una mercancía y, como lo vemos en la mayoría de publicaciones donde se aloja este seudo-género, crea un fetiche social. En esta esfera de circulación fetichista y mercantil, no hay diferencias sustanciales entre un ensayo publicado en Caras, en la revista de vuelo de Aeroméxico, en la revista de la UNAM o, incluso, en revistas de culto, pienso por ejemplo en Granta o en Sur.


DOS

Gabriel Wolfson dice que la gran mercancía sigue siendo la novela. Sostiene que la novela es como el refrigerador, la lavadora, el horno; en cambio, el ensayo es la mercancía chafa, se parece, cuenta, a la que uno compra en esas tiendas de todo a 5 pesos o todo a dólar. Si uno ve el panorama editorial del mundo, sólo se puede sostener que a Wolfson le asiste la razón.


TRES

El ensayo, esa forma de la escritura que niega constantemente toda estructura mitopoética, por esa razón no pueden considerarse ensayos puros obras como La invención de América, Palinodia del polvo o La expresión americana, ha desarrollado en México una deslumbrante estructura metareferencial, existen sendas antologías, encuentros y las revistas nacionales publican preferentemente “ensayos” de todo tipo. Me pregunto, lo juro, sin maldad retórica, ¿por qué esta mercancía es tan exitosa?


CUATRO

Uno de los mejores ensayistas de México es Héctor Villarreal. Es fácil saber por qué, le interesa lo único que, realmente, importa en el ensayo: la forma. Lejos de su discurso las discusiones sobre metonimia y metáfora, sobre el yo y el lenguaje, sobre cualquier prototema sustancial. Lo suyo es lo apócrifo: los perímetros de la forma, el fetiche y la certeza invicta del fragmento. Incluso en la peda, desdeña cualquier posibilidad de consenso. Sólo lo he visto flaquear tres veces: al hablar de Coapita, al cantar las rolas del Tri y al referirse a un mezcal del que se me olvida su nombre.


CINCO

La vigencia del ensayo tiene que ver con la permanente destrucción de dos estructuras que están dadas previamente al propio giro lingüístico del ensayo: el lenguaje y el objeto sobre el que se ensaya. Justo por esta razón, es que para que un ensayo se desarrolle tiene que recargarse primero y después patear una tradición lingüística. Si no existe esa tradición, si se encuentra desvencijada o si depende, como en nuestro país, de los mass-media, el ensayo será deficitario, porque no tiene un polo de enfrentamiento. No tiene, en rigor, un demon que destrozar. La segunda condición de su desarrollo es la materia o la cosa sobre la que se ensaya o a partir de la cual se ensaya. Al ser esta escritura una técnica de intervención artificial de la memoria, debe de presuponer el objeto que va a recordar, a tematizar y, en última instancia, por el movimiento de su escritura, a trivializar.


SEIS

Por más que se diga que el ensayo trabaja sobre cualquier temática, lo cierto es que es identificable en una sociedad cuál es el polo central de referencia de un ensayo. En Latinoamérica y, especialmente, en México, se sigue ensayando sobre esa mercancía que llamamos nación. Todos los otros temas, la muerte, la justicia, la literatura, la política, tienen como fondo un debate sobre la posible comunidad nacional. Obvio, la situación y actualidad del ensayo es ruinosa entre nosotros, porque el objeto, si es que aún existe ese objeto que llamamos nación, es un objeto decadente y miserable.


SIETE

Todo lo anterior, no implica que no se hagan buenos ensayos, que no surjan formas de asolar tanto al objeto nacional como a la propia lengua; pero en strictu sensu, el ensayo vive hace algunos ayeres en una crisis de la que no puede salir sin la despedida de la idea de nación y sin el crecimiento comunitario de nuestra lengua.


OCHO

Los bárbaros, poco a poco, han cambiado su lugar de residencia; ahora residen en el Sur. Dos de los escritores más destacados y, de facto, poco conocidos y lejos del mainstream literario son E. Huchín y J. Pech Casanova (no nombrarlos por completo es mi contribución para salvarlos de la fama). Estos dos escritores tienen un problema radical con el ensayo: son buenos escritores. Me explico, son homéricos y hasta un poco socráticos. Están radicalmente apegados al más antiformal de los temas, al más sustancial de los problemas del arte: al tema de la tierra, (véase para divertimento metafísico y sustento de esta tesis El origen de la obra de arte, del nazi Heidegger). En fin, que su problema es que no mienten cuando escriben. Uno de ellos fluctúa entre la prosa académica y la profunda voluntad de estilo, es una especie de Steiner. El otro es, sin remedio y a veces atentando contra él, un cronista de un territorio que, como todo terruño, será olvidado. En el fondo saben que lo único que permanece es la tierra y se aferran por unir esa certeza al lenguaje.


NUEVE

Sergio Ugalde es, aunque no lo parece, un buen polemista. La última vez que discutí con él dijo una mentira y una tautología. Me desconcertó. La verdad, ergo, la tautología, es que el ensayo trata sobre la memoria y sus formas de despertarla. Desde este punto de vista, jamás podremos coincidir en que el ensayo es un ejercicio artificial de memorización social. Y, efectivamente, no lo es; o no solamente es eso. El ensayo guarda, como toda escritura, un principio trascendental del recuerdo, no es sólo un acto artificial. Por más que los puestos de periódicos y las librerías del mundo estén llenos de ese engendro que sirve para la sobremesa o para el confort de retrete; el ensayo es una traducción de la fractura comunitaria y, por lo tanto, es también un acto honesto de nostalgia. Tiene razón Sergio. La mentira, en cambio, es que el yo, esa fantasmagoría de todo ensayista que aún aspira a no sufrir, es el artilugio que propicia la “fricción del texto”. Debo de reconocer que fue tan rápido, que lo único que alcance a replicar fue una bravuconada: ¿por qué necesitamos de un artilugio tan pobre? Y él, sagaz, dijo que se trataba de uno entre muchos, de uno artilugio con un poder, esto lo intuyo yo, de aglutinar las cosas. Entonces remató: se trata de propiciar el acto de reminiscencia, el ejercicio colectivo de la memoria. En el tono de mis notas, debería de decir que esto es falso, que el yo, que tú, que cualquiera que lea y que no lea, que viva y que no viva, no tiene ninguna capacidad de ejercer por sí solo una concentración capaz de imantar la memoria. Incluso cuando nos enamoramos fallamos… Pero no lo diré, por el simple hecho de que escribo. ¿Quién escribe? Yo. Y eso es falso, la escritura es un ejercicio colectivo o no es, pero sé que escribo yo. Ahí está la infame mentira y el despliegue reminiscente: el acto de fricción erótica que implica hacer visible esa extraña patología de la que apenas alcanzamos a ver los jirones del yo: romper para curar y para volver a romper.



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