Cortázar: 62 Modelo para armar

Una bocanada de aire tibio le llegó a la cara, el calor de un rostro próximo al suyo; iba a volverse en silencio, buscando una zona más alejada, cuando sintió los dedos de Hélène en su garganta, un roce apenas resbalando en diagonal desde el mentón hasta la base del cuello. “Está soñando”, se dijo Celia, “también ella está soñando”. La mano subía lentamente por el cuello, rozaba la mejilla, las pestañas, las cejas, entraba en el pelo con los dedos entreabiertos, deslizándose por la piel y por el pelo como en un viaje infinito, resbalando otra vez hacia la nariz, cayendo sobre la boca, deteniéndose en la curva de los labios, dibujándolos con un solo dedo, quedándose largamente ahí antes de reiniciar la interminable carrera por el mentón, por el cuello.
—¿No duermes? —preguntó absurdamente Celia, y su voz le sonó como desde lejos, todavía en la playa o la piscina y mezclada con la sal y el calor que no alcanzaban a separarse de esa mano contra su cuello, que más bien la confirmaban ahora que los dedos se endurecían levemente, inmóviles en la base de la garganta, y algo como una ola oscura se alzaba a su lado, más negra que la penumbra del dormitorio, y la otra mano se crispaba sobre su hombro. Todo el cuerpo de Hélène pareció brotar a su lado, la sintió al mismo tiempo en los tobillos, en los muslos, pegada a su flanco, y el pelo de Hélène le azotó la boca con el olor marino de su sueño. Quiso enderezarse, rechazarla sin violencia, obstinándose en creer que dormía y soñaba; sintió que las dos manos de Hélène buscaban su garganta con dedos que la acariciaban lastimándola. “Oh, no, qué haces”, alcanzó a decir, negándose todavía a comprender, rechazándola sin fuerza. Un calor seco le apretó la boca, las manos resbalaban por su cuello, se perdían bajo las sábanas contra su cuerpo, volvían a subir enredadas en la tela del pijama, un murmullo como de súplica nacía contra su cara, todo su cuerpo estaba invadido por un peso que cambiaba de zonas, que la recorría cada vez con más fuerza, un calor y una presión insoportables en el pecho y de pronto los dedos de Hélène envolviéndole los senos, un quejido y Celia gritó, luchó por desasirse, por golpear, pero ya estaba llorando, como envuelta en una red se debatía sin resistirse verdaderamente, no alcanzaba a librar la boca o la garganta cuando ya la caricia bajaba por el vientre, nacía una doble queja, las manos se aliaban y se desanudaban entre sollozos y balbuceos, la piel desnuda se abría a látigos de espuma, los cuerpos enlazados naufragaban en su propio oleaje, se perdían entre cristales verdes, entre babas de alga.


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