MUÉRETE, PERRO

Fragmentos de un texto publicado en LUVINA



Apuro lo que bebo
y no se acaba
al contrario: es más lo que me culpa
Luis Armenta Malpica


Si no mal recuerdo, fue hace 5 años que encontré a Gustavo Kafú en el Hotel Imperial. Me acuerdo, tengo buena memoria, que esa noche me dijo algo que mucho tiempo después escribió, cuando yo le envié las fotografías de Jerónimo Arteaga-Silva para que hiciera un texto. Las palabras, si mi memoria no me traiciona, eran éstas: “Algunas veces he intuido que beber es la más desdichada de las virtudes y el más sublime de los vicios. Nunca se bebe solo, Carlos, ni siquiera cuando nadie nos acompaña. Siempre hay un motivo que yace junto a los bebedores y esa secreta razón no es perversa ni frugal. Es, en estricto sentido, un misterio cotidiano”.

No dudo que toda la pléyade de borrachos de la literatura haya compartido algo de esa intuición elemental. Desde Edgar Allan Poe hasta Malcolm Lowry, pasando por Ernest Hemingway, William Faulkner, Scott Fitzgerald, John Steinbeck, Juan Carlos Onetti, Charles Bukowski o Juan Rulfo. De todos ellos, fue Lowry el escritor que mejor describió, en el siglo XX, a ese líquido vivo que es el alcohol. Nunca habrá que olvidar, para escapar una y otra vez del estrecho campo del nacionalismo cuando hablamos de literatura, que una de las mejores novelas mexicanas del siglo XX está escrita en inglés y una la mejor descripción de una cantina está en Bajo el volcán: “[…] piensa en todas aquellas terribles cantinas en donde enloquece la gente, las cantinas que pronto estarán alzando sus persianas, porque ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial tan complejo y desesperanzado como el que me produce la persiana de acero que se enrolla con estruendo, como el que me dan las puertas sin candado que giran en sus goznes para admitir a aquellos cuyas almas se estremecen con las bebidas que llevan con mano trémula hasta sus labios. Todos los misterios, todas las esperanzas, todos los desengaños, sí, todos los desastres que existen aquí, detrás de esas puertas que se mecen”.

Como dice Kafú, “tomar es una virtud desdichada”. Quienes no se destrozan, se saben siempre derrotados. Nunca hubiera comprendido esto si no es por las palabras de David Huerta. El autor de aquel poema tectónico, Incurable, en el que describe una y otra vez el dolor y el placer del bebedor: “el alcohol te derrota en el momento en que tú tienes que renunciar a él. Sólo le ganas al alcohol cuando te mata. […] Y ésa es la idea y la experiencia límite de lo único que vale, si uno es un borracho de veras”.

Como si dejar de beber fuera renunciar a una forma de comunión con el mundo a través del universo ritual de la bebida. Claro, tal comunión no sólo se pueda lograr a través del alcohol. No, en general, nos derrotamos cuando renunciamos a una pasión que rige nuestra vida desde fuera de nosotros mismos, así sea la más baja de ellas, el aburrimiento y la enajenación, o la más alta: el erotismo y el enamoramiento. El mismo David, en un verso de Incurable, expresa cómo funciona esa comunión: “Arde mi piel, silencio/ que fluye así, de mí a mí; de mis manos al mundo/ y de mi boca al mundo centellante de las bocas humanas”. La flama, ese silencio que fluye, lo hace en mí, en el mundo, en todas las bocas que centellean ante el agua inflamada.

Se ve que en esa confianza de las y los bebedores ya existe un preludio de tragedia. Quizá por eso los norteamericanos fueron sido los bebedores paradigmáticos del siglo XX, porque se creían capaces de dominar al alcohol. “La civilización empieza con la destilación”, es una frase de Faulkner, tan jactanciosa como cuándo se pregunta “si acaso hay algo que el whisky no pueda curar”. En este mismo sentido, incluso hay que entender estas palabras de Bukowski: “Bueno, al diablo con todo. Saqué el vodka y di un trago. Casi siempre lo mejor de la vida consistía en no hacer nada en absoluto, en pasar el rato reflexionando, rumiando sobre ello. Quiero decir que pongamos que uno comprende que todo es absurdo, entonces no puede ser tan absurdo porque uno es consciente de que es absurdo y la conciencia de ello es lo que le otorga sentido. ¿Me entiendes? Es un pesimismo optimista”. Como muy bien ha anotado Carlos Torres, se trata casi de una política de escritura que implica la degradación personal. Tampoco es ajeno, en este sentido, el juicio que da Hemingway, en 1941, sobre el autor del El gran Gatsby: “Scott murió en su interior alrededor de los 30 y 35 años y sus poderes creativos murieron después. Su último libro [The Last Tycoon] fue escrito mucho tiempo después de que sus poderes creativos estaban muertos y él, justo, había empezado a entender lo que las cosas eran”....



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